sábado, 4 de octubre de 2008


Con el corazón partido, quiero decirte lo que he visto ayer en instantes.
Sobre el desierto de las horas casi muertas pobladas aún por el sol, divisé un hombre sin rostro, despojo turbio cargando con enorme tristeza, maderos, sal y carbones; a su lado, la flor de fuego, los aceites con los maderos sollozantes. El hombre con su tos, veneno lentísimo de un mal y su cuerpo casi en destierro de este lugar que pisamos, me llenó de lástima, de odio; lo sentí como un sepulcro mío por la muerte. Va el hombre en instantes empujado de su tierra a otras que les son hostiles; con su vago semblante, su pecho de piedra, sus ojos llenos de torrenteras, llenos de indefensa ternura; el tiempo le ablandó sus manos y sus anchos pies y su boca callada no dice nada y sus recuerdos ya secos como añosos árboles no cuentan historias, sólo suspiros. Así va el hombre, bebiendo el agua de la muerte, sin memoria, sin nombre, olvidado de todos, en esa agua de la muerte; ví mi rostro, en ella dejé mi nombre. Se que como de costumbre te quedarás silenciosa, llena de secretos, sin que se despierte en ti angustias y temores y que aunque el mundo ceda y se desplome, permanecerás de pié sobre la roca inmensa del silencio, sin querer mi verdad, preguntándote a qué te empujo si soy solamente un sueño que no ha cruzado la frontera de tu vida.

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